Uno de los peores enemigos de la buena música litúrgica es la obsesión por la duración de la misa, que en España alcanza niveles llamativos. Este dato inmediato de la experiencia lo he visto recientemente confirmado en el encuentro con diversos sacerdotes venidos de fuera de nuestro país.
Vino hace unos meses un sacerdote francés a celebrar la misa dominical. Cantó casi todo lo que está previsto que cante el celebrante: diálogos con el pueblo, oraciones, prefacio, etc. Al terminar todavía observó en un tono suavemente recriminatorio que hubiésemos cantado tan poco. Él había echado en falta el Gloria, el Salmo responsorial, el Credo, el Padre nuestro… Pues bien, no faltó algún feligrés que ese mismo día manifestó su disgusto por lo larga que se había hecho la misa.
Tiempo después, un joven sacerdote venido de un lejano país, donde la Iglesia sufre cruda persecución y los católicos viven un heroísmo cotidiano, apuntaba la misma idea. Se lamentaba de que en España la gente está pendiente del reloj durante las celebraciones. Él, por ejemplo, echaba en falta poder cantar habitualmente, además de todos los diálogos y oraciones, el Ordinario según las bellísimas misas gregorianas del Kyriale. Decía que, en su país, si la misa dura menos de una hora la gente se queja. No es la primera vez que oigo esto mismo referido a un país no occidental. En una breve sentencia, este joven presbítero llegado de la Iglesia perseguida sentó con precisión el diagnóstico: no es lo mismo escuchar que vivir.
Qué gran verdad es ésta: vivir en vez de escuchar. Tomo ahora la comparación que agudamente manifestaba un párroco –este sí, español- bien curtido en la brega de la re-dignificación de la liturgia: nadie, normalmente, al terminar un partido o una película se fija principalmente en cuántos minutos ha durado. Lo que sí ocurre muy frecuentemente con la misa.
Si una misa dominical según el rito romano dura menos de una hora, es porque de un modo u otro ha sido abreviada. Recordemos las partes de la Misa que podrían o deberían hacerse con música:
Antífona de entrada
Todos los diálogos entre el celebrante y el pueblo
Kyrie y Gloria (con el texto verdadero y completo, claro)
Oración colecta
Salmo responsorial
Todas las lecturas
Aleluya con su versículo
Credo
Ofertorio
Oración sobre las ofrendas
Prefacio
Sanctus
Padre Nuestro
Agnus Dei
Comunión
Oración de postcomunión
Bendición final
Si a esto se añade el uso del incienso, la duración de la misa difícilmente baja de los 80-90 minutos. Frente a esto, tenemos que en muchos lugares está tácitamente establecido el límite psicológico de los 45 minutos para la misa dominical. De lo contrario se hace esperar al vermut o la salida campestre. Ya me dirán ustedes.
Efectivamente, la diferencia está entre escuchar y vivir. Sigue casi sin estrenar la doctrina litúrgica de los papas del siglo XX, que fue recogida por el Vaticano II. Los textos escriturísticos y rituales siguen sin ser comprendidos como guía y vehículo de la oración litúrgica, y son todavía vistos como lo que el cura tiene que decir, y los fieles tienen que escuchar o recitar. Es decir, son cosas que hay que esperar a que pasen, primero una y luego otra, y otra, y otra… Claro, visto, así, cuanto antes pasen mejor. Como decía hace muchos años una piadosa mujer al salir de la misa diaria: ya me he quitado el quehacer.
Desde semejante perspectiva es normal que se perciba especialmente la dureza del banco cuando alguien accede al ambón para cantar, como está mandado, el salmo interleccional; o que aflore la impaciencia cuando el celebrante se arranca a entonar el prefacio completo –no sólo el diálogo inicial-, o cuando se canta el Gloria completo. No digamos cuando heroicamente se canta el tradicional Símbolo Niceno-Constantinopolitano en vez de acogerse por sistema a la opción más breve del Credo Apostólico recitado, que en principio está recomendado para tiempos concretos como la Cuaresma. Oí una vez decir con fina ironía que el Credo “largo", que especifica más la fe, era necesario antes, cuando había errores doctrinales, pero que ahora, como apenas existen errores ni herejías, nos basta el breve Credo Apostólico…
Pero el súmmum es la proclamación cantada de las lecturas. Esto es algo que poquísimas veces se hace. De hecho no me viene ningún caso actual a la memoria, salvo la cantilación del Evangelio en ocasiones escasas y solemnísimas. Hay quien piensa que la tradicional proclamación cantada de Palabra de Dios y de las palabras del oficiante se debía a la falta de micrófonos, y que desde la llegada de la megafonía basta con la lectura. Craso error. La proclamación cantada tiene que ver sobre todo con la altísima dignidad de las palabras proclamadas, para las que, con mucha razón, se juzgaba insuficiente la voz hablada.
Es cierto que hoy en día se percibe como una tendencia al cansancio entre los fieles cuando una celebración tiene largas partes cantadas o cantiladas, aunque sean en el idioma propio. En mi opinión, el error está nuevamente en escuchar frente a vivir. Un texto cantilado permite mejor la necesaria profundización espiritual, mientras que el texto leído tiende a reducir la atención a un nivel meramente comunicativo. Dado que los textos litúrgicos son con frecuencia conocidos, la falta de “novedad” exterior fácilmente hace decaer la atención… y la vista se dirige al reloj. Y claro, en esta desorientación básica la mayor parsimonia propia del canto añade unas enojosas gotas a la impaciencia.
Hay que recordar que la liturgia romana sigue disponiendo de las fórmulas tradicionales de cantilación para las diversas lecturas: existe una fórmula para la primera lectura, otra para la segunda y otra para el Evangelio. Pensadas originalmente para la lengua latina, nada impide utilizarlas en la lengua vernácula.
La solución a todo esto no se reduce al mero empeño de los párrocos y responsables musicales. Es innegable que en muchos fieles existe una fuerte resistencia a la amplitud de las celebraciones. Esta es la realidad con la que deben lidiar los párrocos. Un sacerdote me comentaba que “los curas hemos cedido demasiado en esto”, creando –o consolidando- malas costumbres entre la feligresía.
A este respecto leía yo hace un tiempo las conclusiones de un simposio europeo celebrado a mediados de los años 1960, sobre las implicaciones musicales de la reforma litúrgica, entonces en plena efervescencia. Los ponentes eran figuras relevantes en el panorama músico-litúrgico de aquellos años. Me dio gran pena leer los disparates que decían, y notable alivio comprobar que sus ocurrencias más destructivas no tuvieron éxito.
No querían dejar títere con cabeza. Entraban motosierra en mano, como búfalos en cristalería, dentro del terreno sagrado de la liturgia milenaria. Proponían mutilar el Gloria, eliminar gran parte del ritual, rehacer por completo la estructura y el orden de sus elementos, y por supuesto enviar al baúl de los recuerdos todo atisbo de canto gregoriano (que consiste mayormente en la proclamación cantada de versículos de la Escritura, en su forma original en prosa) para sustituirlo por himnos (canciones estróficas con textos rimados de nueva creación). Se repetía una idea: el rito de la Misa era largo y recargado. Ello a pesar de que la liturgia romana siempre ha ido muy concisa y austera en comparación con la magnificencia de la liturgia oriental.
Aunque muchas de las propuestas que con impúdica convicción se atrevieron a lanzar al Concilio no fueron recogidas en la letra de la reforma litúrgica, por desgracia aquel desviado y destructivo espíritu sí ha condicionado la aplicación real, concreta de esa letra. Hasta el punto de que se puede decir, sin temor a la exageración, que la letra de la normativa vigente en música litúrgica está en la práctica anulada o cuando menos forzada al extremo en su aplicación real por aquel espíritu deformador.
Lo que aquellos prohombres denotaban era una desconexión profunda con la naturaleza íntima de la liturgia cristiana tanto oriental como occidental, un indisimulado desprecio por la Tradición e incluso cierta sumisión mundana ante la moda asamblearia, dotada por entonces de notable vigor. En este panorama tan poco edificante fue donde la pereza y la impaciencia abrieron el camino a la obsesión por la brevedad, al precio de todas las mutilaciones y empobrecimientos que fueran necesarios.
Encuentro que todo esto denota una verdadera patología teológico-espiritual por cuanto oscurece y desnaturaliza la liturgia como cauce privilegiado de la Gracia. Queda claro una vez más que la llamativa deficiencia musical de la liturgia actual tiene sus raíces bastante más profundas de lo que parece, no reductibles a una mera cuestión estética o normativa. Y que desde luego, sobrepasan con mucho el campo de acción no sólo de los músicos, sino incluso el de los propios liturgistas.
Fuente: infocatolica.com
Vino hace unos meses un sacerdote francés a celebrar la misa dominical. Cantó casi todo lo que está previsto que cante el celebrante: diálogos con el pueblo, oraciones, prefacio, etc. Al terminar todavía observó en un tono suavemente recriminatorio que hubiésemos cantado tan poco. Él había echado en falta el Gloria, el Salmo responsorial, el Credo, el Padre nuestro… Pues bien, no faltó algún feligrés que ese mismo día manifestó su disgusto por lo larga que se había hecho la misa.
Tiempo después, un joven sacerdote venido de un lejano país, donde la Iglesia sufre cruda persecución y los católicos viven un heroísmo cotidiano, apuntaba la misma idea. Se lamentaba de que en España la gente está pendiente del reloj durante las celebraciones. Él, por ejemplo, echaba en falta poder cantar habitualmente, además de todos los diálogos y oraciones, el Ordinario según las bellísimas misas gregorianas del Kyriale. Decía que, en su país, si la misa dura menos de una hora la gente se queja. No es la primera vez que oigo esto mismo referido a un país no occidental. En una breve sentencia, este joven presbítero llegado de la Iglesia perseguida sentó con precisión el diagnóstico: no es lo mismo escuchar que vivir.
Qué gran verdad es ésta: vivir en vez de escuchar. Tomo ahora la comparación que agudamente manifestaba un párroco –este sí, español- bien curtido en la brega de la re-dignificación de la liturgia: nadie, normalmente, al terminar un partido o una película se fija principalmente en cuántos minutos ha durado. Lo que sí ocurre muy frecuentemente con la misa.
Si una misa dominical según el rito romano dura menos de una hora, es porque de un modo u otro ha sido abreviada. Recordemos las partes de la Misa que podrían o deberían hacerse con música:
Antífona de entrada
Todos los diálogos entre el celebrante y el pueblo
Kyrie y Gloria (con el texto verdadero y completo, claro)
Oración colecta
Salmo responsorial
Todas las lecturas
Aleluya con su versículo
Credo
Ofertorio
Oración sobre las ofrendas
Prefacio
Sanctus
Padre Nuestro
Agnus Dei
Comunión
Oración de postcomunión
Bendición final
Si a esto se añade el uso del incienso, la duración de la misa difícilmente baja de los 80-90 minutos. Frente a esto, tenemos que en muchos lugares está tácitamente establecido el límite psicológico de los 45 minutos para la misa dominical. De lo contrario se hace esperar al vermut o la salida campestre. Ya me dirán ustedes.
Efectivamente, la diferencia está entre escuchar y vivir. Sigue casi sin estrenar la doctrina litúrgica de los papas del siglo XX, que fue recogida por el Vaticano II. Los textos escriturísticos y rituales siguen sin ser comprendidos como guía y vehículo de la oración litúrgica, y son todavía vistos como lo que el cura tiene que decir, y los fieles tienen que escuchar o recitar. Es decir, son cosas que hay que esperar a que pasen, primero una y luego otra, y otra, y otra… Claro, visto, así, cuanto antes pasen mejor. Como decía hace muchos años una piadosa mujer al salir de la misa diaria: ya me he quitado el quehacer.
Desde semejante perspectiva es normal que se perciba especialmente la dureza del banco cuando alguien accede al ambón para cantar, como está mandado, el salmo interleccional; o que aflore la impaciencia cuando el celebrante se arranca a entonar el prefacio completo –no sólo el diálogo inicial-, o cuando se canta el Gloria completo. No digamos cuando heroicamente se canta el tradicional Símbolo Niceno-Constantinopolitano en vez de acogerse por sistema a la opción más breve del Credo Apostólico recitado, que en principio está recomendado para tiempos concretos como la Cuaresma. Oí una vez decir con fina ironía que el Credo “largo", que especifica más la fe, era necesario antes, cuando había errores doctrinales, pero que ahora, como apenas existen errores ni herejías, nos basta el breve Credo Apostólico…
Pero el súmmum es la proclamación cantada de las lecturas. Esto es algo que poquísimas veces se hace. De hecho no me viene ningún caso actual a la memoria, salvo la cantilación del Evangelio en ocasiones escasas y solemnísimas. Hay quien piensa que la tradicional proclamación cantada de Palabra de Dios y de las palabras del oficiante se debía a la falta de micrófonos, y que desde la llegada de la megafonía basta con la lectura. Craso error. La proclamación cantada tiene que ver sobre todo con la altísima dignidad de las palabras proclamadas, para las que, con mucha razón, se juzgaba insuficiente la voz hablada.
Es cierto que hoy en día se percibe como una tendencia al cansancio entre los fieles cuando una celebración tiene largas partes cantadas o cantiladas, aunque sean en el idioma propio. En mi opinión, el error está nuevamente en escuchar frente a vivir. Un texto cantilado permite mejor la necesaria profundización espiritual, mientras que el texto leído tiende a reducir la atención a un nivel meramente comunicativo. Dado que los textos litúrgicos son con frecuencia conocidos, la falta de “novedad” exterior fácilmente hace decaer la atención… y la vista se dirige al reloj. Y claro, en esta desorientación básica la mayor parsimonia propia del canto añade unas enojosas gotas a la impaciencia.
Hay que recordar que la liturgia romana sigue disponiendo de las fórmulas tradicionales de cantilación para las diversas lecturas: existe una fórmula para la primera lectura, otra para la segunda y otra para el Evangelio. Pensadas originalmente para la lengua latina, nada impide utilizarlas en la lengua vernácula.
La solución a todo esto no se reduce al mero empeño de los párrocos y responsables musicales. Es innegable que en muchos fieles existe una fuerte resistencia a la amplitud de las celebraciones. Esta es la realidad con la que deben lidiar los párrocos. Un sacerdote me comentaba que “los curas hemos cedido demasiado en esto”, creando –o consolidando- malas costumbres entre la feligresía.
A este respecto leía yo hace un tiempo las conclusiones de un simposio europeo celebrado a mediados de los años 1960, sobre las implicaciones musicales de la reforma litúrgica, entonces en plena efervescencia. Los ponentes eran figuras relevantes en el panorama músico-litúrgico de aquellos años. Me dio gran pena leer los disparates que decían, y notable alivio comprobar que sus ocurrencias más destructivas no tuvieron éxito.
No querían dejar títere con cabeza. Entraban motosierra en mano, como búfalos en cristalería, dentro del terreno sagrado de la liturgia milenaria. Proponían mutilar el Gloria, eliminar gran parte del ritual, rehacer por completo la estructura y el orden de sus elementos, y por supuesto enviar al baúl de los recuerdos todo atisbo de canto gregoriano (que consiste mayormente en la proclamación cantada de versículos de la Escritura, en su forma original en prosa) para sustituirlo por himnos (canciones estróficas con textos rimados de nueva creación). Se repetía una idea: el rito de la Misa era largo y recargado. Ello a pesar de que la liturgia romana siempre ha ido muy concisa y austera en comparación con la magnificencia de la liturgia oriental.
Aunque muchas de las propuestas que con impúdica convicción se atrevieron a lanzar al Concilio no fueron recogidas en la letra de la reforma litúrgica, por desgracia aquel desviado y destructivo espíritu sí ha condicionado la aplicación real, concreta de esa letra. Hasta el punto de que se puede decir, sin temor a la exageración, que la letra de la normativa vigente en música litúrgica está en la práctica anulada o cuando menos forzada al extremo en su aplicación real por aquel espíritu deformador.
Lo que aquellos prohombres denotaban era una desconexión profunda con la naturaleza íntima de la liturgia cristiana tanto oriental como occidental, un indisimulado desprecio por la Tradición e incluso cierta sumisión mundana ante la moda asamblearia, dotada por entonces de notable vigor. En este panorama tan poco edificante fue donde la pereza y la impaciencia abrieron el camino a la obsesión por la brevedad, al precio de todas las mutilaciones y empobrecimientos que fueran necesarios.
Encuentro que todo esto denota una verdadera patología teológico-espiritual por cuanto oscurece y desnaturaliza la liturgia como cauce privilegiado de la Gracia. Queda claro una vez más que la llamativa deficiencia musical de la liturgia actual tiene sus raíces bastante más profundas de lo que parece, no reductibles a una mera cuestión estética o normativa. Y que desde luego, sobrepasan con mucho el campo de acción no sólo de los músicos, sino incluso el de los propios liturgistas.
Fuente: infocatolica.com
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