sábado, 26 de octubre de 2013

Los árboles del paraíso y el bautismo cristiano, por Martín Gelabert, O.P.


Según el libro del Génesis, en el paraíso en el que se encontraban los primeros humanos, había dos árboles extraordinarios: el de la vida y el del conocimiento del bien y del mal.

Como su mismo nombre indica, se trata de dos árboles simbólicos. El árbol de la vida se encuentra en la mitología antigua. Quien come de él, obtiene la inmortalidad. El relato afirma que el hombre, mortal por naturaleza (sacado del barro), ha sido creado a imagen de Dios. Es como un “hijo de Dios”, al que se le ofrece, como un regalo, la vida inmortal. Es un regalo, no un derecho, porque sin el regalo el hombre es mortal. Sin embargo, este humano es una criatura. No tiene el conocimiento divino ni el poder absoluto de decretar lo que es bueno y lo que es malo. Este límite de la condición humana está simbolizado por el otro árbol, el árbol prohibido, el del conocimiento del bien y del mal. Por esta razón la astuta serpiente tienta a Eva, diciéndole que es posible conocer y decidir sobre el bien y el mal y, así, ir más allá del límite: “si coméis de este árbol, seréis como dioses” (Gen 3,5).

Según el Génesis, los dos árboles, contrarios e incompatibles, están en “el centro del jardín” (Gen 2,9). En el centro de la existencia. Esta dualidad es perfectamente coherente y hay que tenerla muy en cuenta si queremos entender el mensaje que el texto transmite.

Del primer árbol se puede comer; pero está prohibido, bajo pena de muerte, comer del segundo. Los dos arboles son el signo de una oposición fundamental y universal: la Vida y la Muerte. El humano debe escoger uno u otro camino. Porque el humano no es un animal como los otros. No es un autómata. Es libre, más aún, es el interlocutor de Dios. Puede convertirse en amigo de Dios, y cumplir su voluntad; es lo propio de los amigos, que buscan complacer al amigo; o separarse de Dios y seguir su propio camino. En adelante este será el dilema de Israel y, por extensión de toda la humanidad: “Yo os propongo el camino de la vida y el camino de la muerte” (Jr 21,8). Pero la voluntad de Dios es clara: “Escoge la vida” (Dt 30,19).

La elección fundamental entre vida y muerte, bien y mal, sigue siendo totalmente válida. Para el cristiano, el simbolismo del primer jardín se encuentra en el simbolismo sacramental del bautismo. El doble rito de la renuncia a Satanás y de la adhesión a Cristo es el lugar sacramental de esta elección decisiva. El creyente renuncia a la vía del mal y se compromete a seguir la vía de Cristo que conduce a la vida eterna. El catecúmeno hace así lo contrario de lo que hizo el primer hombre. Adán hizo una mala elección. Siguiendo a Cristo, Camino, Verdad y Vida, el catecúmeno encuentra abierto el camino que conduce al árbol de la vida.

sábado, 5 de octubre de 2013

24 Domingo del tiempo ordinario, C

Primera lectura:
Exodo 32:7-11,13-14

Entonces el Señor le dijo a Moisés:
— Baja, porque ya se ha corrompido el pueblo que sacaste de Egipto. Demasiado pronto se han apartado del camino que les ordené seguir, pues no sólo han fundido oro y se han hecho un ídolo en forma de becerro, sino que se han inclinado ante él, le han ofrecido sacrificios, y han declarado: "Israel, ¡aquí tienes a tu dios que te sacó de Egipto!" Ya me he dado cuenta de que éste es un pueblo terco —añadió el Señor, dirigiéndose a Moisés—. Tú no te metas. Yo voy a descargar mi ira sobre ellos, y los voy a destruir. Pero de ti haré una gran nación.
Moisés intentó apaciguar al Señor su Dios, y le suplicó:
—Señor, ¿por qué ha de encenderse tu ira contra este pueblo tuyo, que sacaste de Egipto con gran poder y con mano poderosa? Acuérdate de tus siervos Abraham, Isaac e Israel. Tú mismo les juraste que harías a sus descendientes tan numerosos como las estrellas del cielo; ¡tú les prometiste que a sus descendientes les darías toda esta tierra como su herencia eterna!
Entonces el Señor se calmó y desistió de hacerle a su pueblo el daño que le había sentenciado”.

Segunda lectura:
1 Timoteo 1:12-17

“Doy gracias al que me fortalece, Cristo Jesús nuestro Señor, pues me consideró digno de confianza al ponerme a su servicio. Anteriormente, yo era un blasfemo, un perseguidor y un insolente; pero Dios tuvo misericordia de mí porque yo era un incrédulo y actuaba con ignorancia. Pero la gracia de nuestro Señor se derramó sobre mí con abundancia, junto con la fe y el amor que hay en Cristo Jesús. Este mensaje es digno de crédito y merece ser aceptado por todos: que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero precisamente por eso Dios fue misericordioso conmigo, a fin de que en mí, el peor de los pecadores, pudiera Cristo Jesús mostrar su infinita bondad. Así vengo a ser ejemplo para los que, creyendo en él, recibirán la vida eterna. Por tanto, al Rey eterno, inmortal, invisible, al único Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén".

Evangelio:
Lucas 15:1-32

Muchos recaudadores de impuestos y pecadores se acercaban a Jesús para oírlo, de modo que los fariseos y los maestros de la ley se pusieron a murmurar:
— Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos.
Él entonces les contó esta parábola:
— Supongamos que uno de ustedes tiene cien ovejas y pierde una de ellas. ¿No deja las noventa y nueve en el campo, y va en busca de la oveja perdida hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, lleno de alegría la carga en los hombros y vuelve a la casa. Al llegar, reúne a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense conmigo; ya encontré la oveja que se me había perdido." Les digo que así es también en el cielo: habrá más alegría por un solo pecador que se arrepienta, que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse. O supongamos que una mujer tiene diez monedas de plata y pierde una. ¿No enciende una lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, y les dice: "Alégrense conmigo; ya encontré la moneda que se me había perdido”. Les digo que así mismo se alegra Dios con sus ángeles por un pecador que se arrepiente. Un hombre tenía dos hijos —continuó Jesús—. El menor de ellos le dijo a su padre: "Papá, dame lo que me toca de la herencia." Así que el padre repartió sus bienes entre los dos. Poco después el hijo menor juntó todo lo que tenía y se fue a un país lejano; allí vivió desenfrenadamente y derrochó su herencia. Cuando ya lo había gastado todo, sobrevino una gran escasez en la región, y él comenzó a pasar necesidad. Así que fue y consiguió empleo con un ciudadano de aquel país, quien lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tanta hambre tenía que hubiera querido llenarse el estómago con la comida que daban a los cerdos, pero aun así nadie le daba nada. Por fin recapacitó y se dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Tengo que volver a mi padre y decirle: Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si fuera uno de tus jornaleros." Así que emprendió el viaje y se fue a su padre. Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y se compadeció de él; salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: "Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo." Pero el padre ordenó a sus siervos: "¡Pronto! Traigan la mejor ropa para vestirlo. Pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero más gordo y mátenlo para celebrar un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado." Así que empezaron a hacer fiesta. Mientras tanto, el hijo mayor estaba en el campo. Al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música del baile. Entonces llamó a uno de los siervos y le preguntó qué pasaba. "Ha llegado tu hermano —le respondió—, y tu papá ha matado el ternero más gordo porque ha recobrado a su hijo sano y salvo." Indignado, el hermano mayor se negó a entrar. Así que su padre salió a suplicarle que lo hiciera. Pero él le contestó: "¡Fíjate cuántos años te he servido sin desobedecer jamás tus órdenes, y ni un cabrito me has dado para celebrar una fiesta con mis amigos! ¡Pero ahora llega ese hijo tuyo, que ha despilfarrado tu fortuna con prostitutas, y tú mandas matar en su honor el ternero más gordo!" "Hijo mío —le dijo su padre—, tú siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es tuyo. Pero teníamos que hacer fiesta y alegrarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado."

"A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Juan 20:23)

Hoy, una persona me ha dicho: "No entiendo eso de 'a quienes se los retengáis, les quedan retenidos'. ¿Puede explicarme el significado de 'retener los pecados?"

La primera respuesta que me ha venido a la mente es que para los primeros cristianos fue una novedad perdonar pecados. Para algunos creyentes esto era objeto de escándalo: "Perdonar solo puede perdonar Dios, lo que decís es una blasfemia!"

El evangelio de Juan hace hincapié en que Dios quiere que nos amemos y perdonemos como El nos ama y perdona. Esto para la Iglesia hoy es normal, pero al principio supuso un gran desafío. Por eso, Juan le da tanta importancia y lo presenta como lo que es: un momento fundante, es decir, una novedad que caracteriza a la nueva comunidad cristiana.

El problema de algunos creyentes al escuchar "a quienes se los retengáis, les quedan retenidos", es que creen que aquí de lo que se habla es de una autoridad al estilo de los poderosos de este mundo. Si es así, todavía no hemos entendido nada.

En primer lugar, perdonar los pecados es un don que recibimos de Dios. En segundo lugar, no recibimos este don para tener poder y autoridad sino para servir, sanar, reconciliar. Un don es algo que se recibe y se ofrece gratuitamente, no porque nos lo merecemos. Por eso, cuando escuchamos "a quienes se los perdonéis, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos", debemos darnos cuenta de que la importancia de estas palabras no reside en nuestra opinión o juicio para no perdonar, sino en que hemos recibido el Espíritu Santo para perdonar, de lo contrario, no necesitaríamos el don del Espíritu Santo.

Sacramento del Matrimonio: significado de las velas de la unidad

Las velas de la unidad forman parte de la liturgia del sacramento del matrimonio en muchas parroquias católicas de Nuevo Mexico (USA). Tiene lugar después de la entrega de los anillos y antes de las intercesiones o peticiones.


















Las velas de la unidad son tres velas, dos pequeñas y una grande que ocupa el lugar central. Se colocan (sin encenderse) sobre el altar antes del comienzo de la ceremonia.
















Después de la entrega de los anillos, o del rito del lazo si lo hubiere, se invita a los padres del novio y de la novia a que se aproximen al altar. Una vez frente al altar encienden las velas pequeñas de la unidad. Las velas pequeñas, que son dos y están a la derecha e izquierda de la vela grande, representan a la familia del novio y a la familia de la novia.

Entonces, se invita a los padres a situarse a un lado del altar y se llama a los novios para que se aproximen al altar. Una vez frente al altar, el novio toma la vela pequeña que han encendido sus padres y la novia toma la otra vela que han encendido los suyos y, al mismo tiempo, encienden la vela grande.
















La vela grande significa la unidad del matrimonio, dos personas que son una, y la unidad de dos familias que a través de sus hijos se convierten en una familia.

Este rito es muy apreciado por los novios y familias que lo piden. A menudo escuchamos que el marido y la mujer forman una nueva familia, favoreciéndose la idea de que esta nueva familia es independiente y libre de otras ataduras familiares. Esto es muy necesario en culturas donde los lazos familiares del novio y de la novia pueden llegar a asfixiar la autonomía que necesitan para crecer como esposos.

En otras culturas, ocurre lo opuesto. Se da tanta importancia a la independencia de los novios que los padres, abuelos, hermanos y hermanas, se comportan más como amigos de los esposos que como auténtica familia. En este contexto, el rito de las velas de la unidad inspira a una relación de familia entre el matrimonio y sus parientes.

"Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo" Hechos 1

Hechos 1,1-11

En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios. Una vez que comían juntos, les recomendó: "No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo." Ellos lo rodearon preguntándole: "Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?" Jesús contestó: "No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo." Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: "Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse."

¿Recibistéis el Espíritu Santo al aceptar la fe? (Hechos 19:1-2)

Hechos 19,1-8

Mientras Apolo estaba en Corinto, Pablo atravesó la meseta y llegó a Éfeso. Allí encontró unos discípulos y les preguntó: "¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe?" Contestaron: "Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo." Pablo les volvió a preguntar: "Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido?" Respondieron: "El bautismo de Juan." Pablo les dijo: "El bautismo de Juan era signo de conversión, y él decía al pueblo que creyesen en el que iba a venir después, es decir, en Jesús." Al oír esto, se bautizaron en el nombre del Señor Jesús; cuando Pablo les impuso las manos, bajó sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar. Eran en total unos doce hombres. Pablo fue a la sinagoga y durante tres meses habló en público del reino de Dios, tratando de persuadirlos.