Mucho se ha especulado sobre la posición de la Iglesia Católica a propósito del suicidio (...) Por lo que hace a la condición pecaminosa del suicidio, en la Encíclica Evangelium Vitae, emitida por el Papa Juan Pablo II, leemos:
“El suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala. Aunque determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general. En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del antiguo sabio de Israel: « Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir »”.
Probablemente sean los grandes autores del s. IV los primeros en tocar el tema. Así, San Agustín (354-430), que lo hace en su obra La Ciudad de Dios, donde afirma que suicidarse es rechazar el dominio de Dios sobre la propia existencia, y donde re-redacta el quinto mandamiento en los siguientes términos: “no matarás ni al prójimo ni a ti mismo”.
Y también San Jerónimo (340-420), que lo hace en su Comentario a Juan, donde trata el tema desde la relación que el autor establece con lo que llamaríamos “el amor al martirio”, toda la problemática de los límites vinculados a la aceptación del martirio, estableciendo que determinadas maneras de acceder a él, cuando se busca o cuando simplemente no se hace cuanto está al alcance de uno para evitarlo, puede implicar un comportamiento pecaminoso relacionado con el suicidio.
A partir de los tratados de S. Agustín y de S. Jerónimo sobre el suicidio, se pronuncian muchos documentos eclesiásticos emanados de los concilios del s. VI: Braga (563), Auxerre (578). Así como, más tarde, también el Decreto Graciano, elaborado hacia el 1140, la primera gran compilación de derecho canónico de la historia.
Santo Tomás de Aquino (1224-1274) le dedica el artículo 64 de la Segunda sección de la Segunda parte de la Suma Teologica, donde se pregunta: “¿es lícito a alguien suicidarse?” Respondiendo:
“Es absolutamente ilícito suicidarse por tres razones: primera, porque todo ser se ama naturalmente a sí mismo, y a esto se debe el que todo ser se conserve naturalmente en la existencia y resista, cuanto sea capaz, a lo que podría destruirle. Por tal motivo, el que alguien se dé muerte va contra la inclinación natural y contra la caridad por la que uno debe amarse a sí mismo; de ahí que el suicidarse sea siempre pecado mortal por ir contra la ley natural y contra la caridad. Segunda, porque cada parte, en cuanto tal, pertenece al todo; y un hombre cualquiera es parte de la comunidad, y, por tanto, todo lo que él es pertenece a la sociedad. Por eso el que se suicida hace injuria a la comunidad, como se pone de manifiesto por el Filósofo [Aristóteles] en V Ethic. Tercera, porque la vida es un don divino dado al hombre y sujeto a su divina potestad, que da la muerte y la vida. Y, por tanto, el que se priva a sí mismo de la vida peca contra Dios, como el que mata a un siervo ajeno peca contra el señor de quien es siervo; o como peca el que se arroga la facultad de juzgar una cosa que no le está encomendada, pues sólo a Dios pertenece el juicio de la muerte y de la vida, según el texto de Dt 32,39: Yo quitaré la vida y yo haré vivir”.
El Catecismo de 1997 establece que “somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado” (art. 2280), y marca una circunstancia agravante y otra atenuante por lo que se refiere al suicidio. En cuanto a la primera, dice: “Si se comete con intención de servir de ejemplo especialmente a los jóvenes, el suicidio adquiere además la gravedad del escándalo” (art. 2282).
En cuanto a la segunda, dice: “Trastornos psíquicos graves, la angustia, o el temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura, pueden disminuir la responsabilidad del suicida” (art. 2282).
Por último, por lo que se refiere a la salvación o condenación del suicida, se dice en el Catecismo: “No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que El sólo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida”. (art. 2283)
Fuente: religionenlibertad.com
“El suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala. Aunque determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general. En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del antiguo sabio de Israel: « Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir »”.
Probablemente sean los grandes autores del s. IV los primeros en tocar el tema. Así, San Agustín (354-430), que lo hace en su obra La Ciudad de Dios, donde afirma que suicidarse es rechazar el dominio de Dios sobre la propia existencia, y donde re-redacta el quinto mandamiento en los siguientes términos: “no matarás ni al prójimo ni a ti mismo”.
Y también San Jerónimo (340-420), que lo hace en su Comentario a Juan, donde trata el tema desde la relación que el autor establece con lo que llamaríamos “el amor al martirio”, toda la problemática de los límites vinculados a la aceptación del martirio, estableciendo que determinadas maneras de acceder a él, cuando se busca o cuando simplemente no se hace cuanto está al alcance de uno para evitarlo, puede implicar un comportamiento pecaminoso relacionado con el suicidio.
A partir de los tratados de S. Agustín y de S. Jerónimo sobre el suicidio, se pronuncian muchos documentos eclesiásticos emanados de los concilios del s. VI: Braga (563), Auxerre (578). Así como, más tarde, también el Decreto Graciano, elaborado hacia el 1140, la primera gran compilación de derecho canónico de la historia.
Santo Tomás de Aquino (1224-1274) le dedica el artículo 64 de la Segunda sección de la Segunda parte de la Suma Teologica, donde se pregunta: “¿es lícito a alguien suicidarse?” Respondiendo:
“Es absolutamente ilícito suicidarse por tres razones: primera, porque todo ser se ama naturalmente a sí mismo, y a esto se debe el que todo ser se conserve naturalmente en la existencia y resista, cuanto sea capaz, a lo que podría destruirle. Por tal motivo, el que alguien se dé muerte va contra la inclinación natural y contra la caridad por la que uno debe amarse a sí mismo; de ahí que el suicidarse sea siempre pecado mortal por ir contra la ley natural y contra la caridad. Segunda, porque cada parte, en cuanto tal, pertenece al todo; y un hombre cualquiera es parte de la comunidad, y, por tanto, todo lo que él es pertenece a la sociedad. Por eso el que se suicida hace injuria a la comunidad, como se pone de manifiesto por el Filósofo [Aristóteles] en V Ethic. Tercera, porque la vida es un don divino dado al hombre y sujeto a su divina potestad, que da la muerte y la vida. Y, por tanto, el que se priva a sí mismo de la vida peca contra Dios, como el que mata a un siervo ajeno peca contra el señor de quien es siervo; o como peca el que se arroga la facultad de juzgar una cosa que no le está encomendada, pues sólo a Dios pertenece el juicio de la muerte y de la vida, según el texto de Dt 32,39: Yo quitaré la vida y yo haré vivir”.
El Catecismo de 1997 establece que “somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado” (art. 2280), y marca una circunstancia agravante y otra atenuante por lo que se refiere al suicidio. En cuanto a la primera, dice: “Si se comete con intención de servir de ejemplo especialmente a los jóvenes, el suicidio adquiere además la gravedad del escándalo” (art. 2282).
En cuanto a la segunda, dice: “Trastornos psíquicos graves, la angustia, o el temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura, pueden disminuir la responsabilidad del suicida” (art. 2282).
Por último, por lo que se refiere a la salvación o condenación del suicida, se dice en el Catecismo: “No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que El sólo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida”. (art. 2283)
Fuente: religionenlibertad.com
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