“Dos hombres, ambos de nombre José, se cercioran de que el cuerpo de Jesús reciba cuidadosamente las atenciones necesarias; el primero en la cueva de su nacimiento, el segundo, de Arimatea, en la cueva del sepulcro”, San Efrén de Nisibi.
Estas bellas palabras de Efrén de Nisibi – doctor de la Iglesia, santo del s. IV, que fue llamado la cítara del Espíritu Santo porque escribió, junto a San Juan de la Cruz, la mejor poesía teológica de la Iglesia- me han hecho pensar en nuestra actitud cuando vamos a comulgar, cuando se nos da el Cuerpo de Cristo para que también reciba todo el amor que ambos hombres le dieron.
José de Nazaret debió tomar con temor y temblor, y con inmensa alegría, aquel cuerpecito que se le confiaba para que lo cuidase y le diera lo necesario para crecer. En una cueva nació el Sol que venía de lo alto y José tomó en sus brazos al Sol, que halló en él todo su cielo. Un famosísimo soneto de Lope de Vega se inicia con los sentimientos del sacerdote al levantar a Cristo hecho pan entre sus manos:
Cuando en mis manos, Rey eterno, os miro,
y la cándida víctima levanto,
de mi atrevida indignidad me espanto
y la piedad de vuestro pecho admiro.
Para concluir diciendo:
no sean tantas las miserias nuestras
que a quien os tuvo en sus indignas manos
vos le dejéis de las divinas vuestras.
Y José, que no recitaría el poema de Lope, sí vería el sueño de éste cumplido: porque por haberle sostenido en sus brazos, Dios siempre le sostuvo a él y en sus brazos murió. La Eucaristía es la actualización de la Encarnación. Al acercarme a comulgar me convierto en otro Cristo y la cueva de mi vida queda transfigurada tal como canta San Juan de la Cruz.
¡Oh lámparas de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!
Mi vida es a veces esa caverna que la Lámpara eucarística alumbra “con extraños primores”. Pero convendría que como José de Arimatea depositara el cuerpo de Jesús en una cueva, un sepulcro nuevo. Si Jesús se encarnó en un seno virginal y virgen era la tierra que lo recibió, virgen debe ser mi corazón para que Encarnación y Resurrección se manifiesten en mí. Vayamos a comulgar con la misma devoción y unción con que José de Nazaret y José de Arimatea tomaron en sus brazos el Cuerpo santo de Jesús.
Estas bellas palabras de Efrén de Nisibi – doctor de la Iglesia, santo del s. IV, que fue llamado la cítara del Espíritu Santo porque escribió, junto a San Juan de la Cruz, la mejor poesía teológica de la Iglesia- me han hecho pensar en nuestra actitud cuando vamos a comulgar, cuando se nos da el Cuerpo de Cristo para que también reciba todo el amor que ambos hombres le dieron.
José de Nazaret debió tomar con temor y temblor, y con inmensa alegría, aquel cuerpecito que se le confiaba para que lo cuidase y le diera lo necesario para crecer. En una cueva nació el Sol que venía de lo alto y José tomó en sus brazos al Sol, que halló en él todo su cielo. Un famosísimo soneto de Lope de Vega se inicia con los sentimientos del sacerdote al levantar a Cristo hecho pan entre sus manos:
Cuando en mis manos, Rey eterno, os miro,
y la cándida víctima levanto,
de mi atrevida indignidad me espanto
y la piedad de vuestro pecho admiro.
Para concluir diciendo:
no sean tantas las miserias nuestras
que a quien os tuvo en sus indignas manos
vos le dejéis de las divinas vuestras.
Y José, que no recitaría el poema de Lope, sí vería el sueño de éste cumplido: porque por haberle sostenido en sus brazos, Dios siempre le sostuvo a él y en sus brazos murió. La Eucaristía es la actualización de la Encarnación. Al acercarme a comulgar me convierto en otro Cristo y la cueva de mi vida queda transfigurada tal como canta San Juan de la Cruz.
¡Oh lámparas de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!
Mi vida es a veces esa caverna que la Lámpara eucarística alumbra “con extraños primores”. Pero convendría que como José de Arimatea depositara el cuerpo de Jesús en una cueva, un sepulcro nuevo. Si Jesús se encarnó en un seno virginal y virgen era la tierra que lo recibió, virgen debe ser mi corazón para que Encarnación y Resurrección se manifiesten en mí. Vayamos a comulgar con la misma devoción y unción con que José de Nazaret y José de Arimatea tomaron en sus brazos el Cuerpo santo de Jesús.
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